Miguel Florián,

de la inocencia a la luz

                                  por Manuel Eidán

 

 

       Aunque nacido en Ocaña (Toledo), hay en la poesía de Miguél Florián una especie de luminosidad marmórea, elegíaca hasta la delicadeza, que yo como andalúz me atrevería a calificar de andaluza (o sureña para decirlo con un término más general), quizá como resultado de sus muchos años de vida en Sevilla y Cádiz, en la llanura y el litoral, en la alegre tristeza del Sur. Y eso es algo que se percibe inmediatamente ya desde la lectura de sus primeros versos.

      La suya es una poesía escrita con los sentidos y para los sentidos, sin ser una poesía obscenamente sensorial, esclava de la sensación, de la súbita esquirla fulgurante. Al mismo tiempo es una poesía escrita con la memoria y para la memoria,  una poesía construida con instantes más que instantáneas que aspira a aprehender no sólo la sensación sino el sentimiento, esa estela especular que actúa como resonancia de la propia experiencia, de la naturaleza inevitablemente narcisista del yo consciente de sí mismo. He aquí pues una paradoja que convendría elucidar. De todos modos, de alguna manera el mismo poeta nos aclara un poco el bosque con su propio testimonio. Como dice en un excelente poema de su libro  LLUVIAS, que puede leerse como una perfecta poética, una declaración de principios poéticos redactada en el lenguaje intemporal de los símbolos. El poema, escrito en el ritmo de vals entrecortado del alejandrino, se titula LAS PALABRAS Y LAS COSAS y tiene versos tan admirables y profundos como estos:

      

   Las palabras persiguen la inocencia del agua,

   se aproximan al umbral del azogue, cayendo

   como una piedra blanca al seno del silencio.

   Se mezclan con los signos que trazan en el aire

   a nube, la gaviota. Para beber su luz.

 

      Sí, para beber su luz, para vampirizar su esencia, el néctar que nos salve del olvido. Pero más que salvar del olvido lo que nos deja la vida como óbolo en el flujo de nuestra mezquina experiencia de hombres, se trataría de recuperar la inocencia adánica del acto de nombrar, regresar al momento mágico de la revelación, que alguna fue nuestra y no la merecimos, y desde ahí, con un pie al borde del silencio y de espaldas a la amenaza del ángel de la espada flamígera, reconquistar la inocencia del agua, la pureza de un lenguaje que mezcle sus signos con los signos que trazan en el aire la nube y la gaviota. Esa palabra esencial que anhela la certitud del mar, el perfil de los pájaros, el resplandor del vino en los labios sedientos. O como dice con contenida emoción en un impresionante poema de MAR ÚLTIMO:

 

Tiempo redondo que equidista

del alma y de la carne, que armoniza

las estaciones con los labios.

El tiempo enorme de la palabra abierta,

de la lluvia estelar que empapa las raíces,

y nos devuelve a la inocencia de las aves.

    

      Florián sabe que ese anhelo de inocencia jamás se cumplirá en esta vida porque la naturaleza de la inocencia es su irreversibilidad, su imposible regresión al origen. En el fondo de su conciencia el poeta se siente como la ruina del niño que fue, de ahí que ya sólo pueda expresar su relación tangencial con el mundo desde la insatisfacción nostálgica o desde la pura desesperación. Al fin y al cabo el mundo, su absoluto presente en los sentidos, no sería sino una excrecencia de esa enmascarada nostalgia que nos constituye, más que el sueño de alguna impasible monstruosa divinidad. Pero aunque sea imposible regresar a la inocencia de las aves, el deber de todo gran poeta es al menos intentarlo, dar fe de su intento. Creo que Miguél Florián, como gran poeta que es, lo consigue admirablemente en muchos de sus poemas.

 

 Manuel Eidán

Cádiz, España

Agosto 2002